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  • Juan de Damasco de Tanéyev y Sinfonía nº 6 Patética de Chaikovski: reto superado y emociones a flor de piel

  • Gran asistencia de público al tercer concierto de la temporada del GCT el 12 de marzo en el Auditorio Nacional

El tercer concierto de abono “Maestro y discípulo: Chaikovski & Tanéyev era el gran reto de la temporada: cantata San Juan de Damasco de S. Tanéyev y Sinfonía nº 6 “Patética” de P. I. Chaikovski: dos obras de gran complejidad técnica (la cantata para el coro y la sinfonía para la orquesta) en las que había que darlo todo en expresividad y en emoción y, para conseguir elevadas dosis de ambas, hacen falta también elevadas dosis de técnica, de estudio y, especialmente, de ilusión y de entrega, complementado todo ello con una buena dirección, tanto en el trabajo previo como en el concierto. Silvia Sanz Torre, directora titular, prescindió de atril y partituras y condujo todo el programa de memoria, como ha hecho tantas veces (Réquiem de Verdi, Un réquiem alemán de Brahms, Dafnis y Cloe de Ravel, Novena de Beethoven…) evitando así cualquier barrera entre la directora y los músicos.

 

La suma de todos estos factores hicieron de este concierto uno de los mejores ofrecidos por el Grupo Concertante Talía en el Auditorio Nacional en sus cinco temporadas. Unas 1700 personas acudieron a la Sala Sinfónica para escuchar el concierto más clásico, en este caso el más romántico, de la temporada en que el Grupo Concertante Talía celebra su XX aniversario: 20 años en que el GCT ha subido no 20 escalones, sino 20 escaleras, y lo ha hecho peldaño a peldaño. Aquel pequeño coro de 16 personas cuenta ahora con más de 100 voces. Y desde 2011, el GCT cuenta con su propia orquesta sinfónica, la Orquesta Metropolitana de Madrid, que el pasado sábado 12 de marzo, bajo la batuta de su directora titular Silvia Sanz Torre, cumplía un sueño compartido por muchos de sus músicos, interpretar la Sinfonía nº 6 “Patética”, de Chaikovski.

Maestro y discípulo… y además, buenos amigos

Además del hecho de ser profesor y alumno, a Chaikovski y Tanéyev les unían otras muchas cosas. Fueron grandes amigos y los músicos más influyentes, junto a Rubinstein, en los círculos musicales de Moscú. Cosmopolitas, ambos buscaban hacer música rusa sin renegar de la influencia y las formas musicales de Europa Occidental. Eran muy autocríticos y Chaikovski admiraba la erudición y la música de Tanéyev, al que llamó el “Bach ruso” por su dominio del contrapunto. Tanéyev fue a su vez profesor de Rajmáninov, Scriabin o Gliére, así que fue el eslabón que unió distintas generaciones de músicos.

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Una cantata y una sinfonía

Las dos obras escogidas para este programa no tenían nada que ver como género musical: una cantata filosófico-religiosa y una sinfonía. Pero sí tenían otros puntos en común. La muerte sobrevuela sobre ambas. La cantata, basada en un poema Alekséi Tolstói sobre el teólogo y filósofo Juan Damasceno, habla del que amor sobrevive a la muerte. Por su expresividad y carácter reflexivo se la conoce también como Un réquiem ruso en alusión a la obra Un réquiem alemán de Brahms. La «Patética» fue el testamento musical de Chaikovski, que murió nueve días después de su estreno, de tal manera que esta sinfonía melancólica y premonitoria vino a ser su propio réquiem. Tanéyev inicia la cantata con la melodía de un antiguo canto ortodoxo de difuntos que aparece una y otra vez a lo largo de la obra. También podemos escuchar parte de esta melodía interpretada por los trombones en el primer movimiento de la «Patética». En el final de ambas obras, la música se desvanece hasta desaparecer, aunque con una significación diferente, esperanzador en la cantata, trágico en la sinfonía. 

San Juan de Damasco, una sorpresa para muchos

La cantata San Juan de Damasco de Tanéyev, con tres movimientos (del más lento al más rápido) fue una grata sorpresa para la mayoría de los que asistieron al concierto. No se encuentra entre los hits de la música clásica, desconocida incluso para muchos melómanos. Es una obra que a la fuerza gusta a quien la escucha: expresiva, emotiva, poética, con una gran densidad vocal y orquestal y nada fácil de cantar: fraseos muy largos y sostenidos que requieren, más que potencia, cuerpo y color; pasajes muy agudos para todas la voces; y muy graves también, una veces potentes y otras muy delicados; un largo fragmento a capella entre intervenciones de la orquesta que ha de afinarse perfectamente; y una gran fuga, técnica que tan bien dominaba Tanéyev. En definitiva, un gran trabajo para un coro que quiere superarse.

Por un camino desconocido

Maestro_discipulo_cellos.JPGLa introducción orquestal, que se inició con la melodía del antiguo canto ortodoxo antes mencionado es misteriosa, dramática, hasta llegar al momento en que escuchamos la entrada de las contraltos, oscura y dulce al mismo tiempo, una melodía maravillosa que fue como el primer paso que abrió ese “camino desconocido entre el temor y la esperanza” del que hablan los dos primeros versos.  Se fueron uniendo en textura fugada el resto de las voces hasta lograr el primer climax de la cantata. Hubo momentos muy bellos en este primer movimiento como el delicado inicio del pasaje coral («Mi cuerpo yace mudo, inmóvil…») y el sobrecogedor final con todas las voces en fortísimo. El 2º movimiento, mucho más breve, fue un coral a capella más luminoso (“Mientras duermo el sueño eterno mi amor no ha de morir”) que la voces de Talía mantuvieron a tono hasta la dramática entrada de la orquesta a la que siguió una aclamación grandiosa del coro dando paso al tercer movimiento, la gran fuga que evocaba el Juicio Final. Pero no terminó aquí la obra. El coro cantó de nuevo a capella la melodía ortodoxa (“Acoge a tu difunto siervo en tu morada celestial”) en un registro grave, íntimo y recogido, y muy lento. Las sopranos mantenían una nota fija, mientras, primero las altos y después las voces de los hombres, concluían respectivamente su declamación hasta unirse todos en un delicadísimo acorde que poco a poco se desvaneció sobrecogiendo a todos los que escuchaban. 

La sinfonía más pasional y personal de Chaikovski

Y después llegó la Sinfonía Patética, la sexta y última sinfonía compuesta por Chaikovski, una obra que se afronta con el respeto que imponen las grandes creaciones de  la música clásica. De elevada dificultad, requiere de músicos diestros, con la técnica instrumental necesaria para dar cabida a toda la expresividad, a todos los contrastes, a todas las emociones que exige transmitir esta obra que Chaikovski dijo amar como a ninguna otra de sus composiciones y en la que había volcado toda su alma. 

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Ya las primeras notas nos llenaron de desasosiego: el inicio oscuro y pesimista con los instrumentos graves y el tema que presenta el fagot, ese punto de partida que nos sitúa en lo que va a ser la obra y que magníficamente interpretó Luis Alberto Ventura; la melancólica evocación del clarinete, que parecía llegarnos del más allá en la ejecución de Álvaro Huecas; la melodía del canto ortodoxo de difuntos en los trombones; los momentos de angustia, incluso agresivos, violentos, en los tutti orquestales; los contrastes extremos, los cambios de atmósfera entre la desesperación y la melancolía, siempre en descenso, siempre hacia abajo, hacia la oscuridad, que nos sitúan en las luchas internas del músico; como presagio de terrible tormenta, el redoble interminable del timbal que con tanta pasión y precisión de matices interpretó Jerónimo Morales…

Hubo un sinfín de apasionados momentos solo en el primer movimiento, plagado también de las melodías envolventes y cautivadoras de Chaikovski. Después, ese segundo movimiento en compás de 5/4 que suena a vals y que no es un vals, que nos devuelve un poco de paz y dulzura, aunque no del todo. Es solo una ensoñación. A continuación, la marcha del tercer movimiento tan brillante y motivadora que parece llevarnos al final de la sinfonía (de hecho, todo aquel que no la conoce se lanza a aplaudir a pesar de no haber terminado la obra y así ocurrió). No hay final feliz. Si en la 5ª Sinfonía de Beethoven es el hombre el que saca fuerzas para afrontar su destino, en Chaikovski el destino tiene la última palabra y nos lo dice en el 4º movimiento. Es difícil encontrar en la música un tema más triste que el que inicia este  adagio, una melodía que en la partitura aparece fragmentada entre violines I y II y que llega a nuestro oído como una sola voz, un quejido dolorosamente expresado por los violines, tan empastados durante todo el concierto, que abrió las puertas a la nostalgia y la amargura. Volvieron los contrastes, momentos sublimes que nos dejaban caer después en abismos profundos, hasta morir, hasta callar, hasta desvanecerse el sonido en el silencio. El final de la obra no está en su última nota, casi inaudible, sino en ese aliento contenido que le sigue, como cuando un corazón que deja de latir, y eso también se escucha, aunque el entusiasmo de algunas personas entre el público provocó unos aplausos que interrumpieron por un momento este silencio necesario: el verdadero punto y final de la última sinfonía de Chaikovski que le deja a uno sin respiración.

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Un concierto que se escucha y se ve

Cuando una asiste a un concierto, además de escuchar, ve y se pueden ver muchas cosas que nos dicen lo que está pasando en el escenario: la gestualidad de la dirección y de los músicos clavados en la batuta; las manos sobre las cuerdas y tan precisas en los pizzicati; los cuerpos a punto de despegarse de las sillas cuando empujaban el arco arriba en los momentos más sublimes; el movimiento ondulante del viento madera; la autoridad de los metales, siempre de frente…; y, además, la dirección de Silvia Sanz Torre, la precisión de la batuta, la expresión de su cara, de su mano izquierda, cerrando a veces el puño con fuerza, de todo su cuerpo, pidiéndolo todo en algunos momentos y recibiéndolo todo, alzando los brazos y abriendo la boca como si abrazara y respirara toda la grandeza del sonido orquestal… Así es un concierto en vivo. Algo que no se puede sentir y ver en una grabación.  

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