14 de marzo,3er  concierto de abono de la Orquesta Metropolitana  de Madrid y Coro Talía dirigidos por Silvia Sanz Torre. Con los solistas Amparao Navarro (soprano), Belén Elvira (mezzo), Javier Agulló (tenor) y Francisco Santiago (bajo)

Grupo Talía Requiem de Verdi

Era medianoche en el Auditorio Nacional cuando el Requiem de Verdi agotaba sus últimos compases: Libera me, Domine, de morte aeterna in die illa tremenda (Líbrame, Señor, de la muerte eterna en ese día terrible)… La música moría: li… be…ra… me… Con un hilo de sonido coro y orquesta expresaban ese último  “líbrame”  extenuado y tembloroso. Pero no había concluido. Los brazos de Silvia Sanz Torre mantuvieron un silencio de veinte segundos en los que el público no respiró, ni lo hizo la orquesta, ni el coro, ni los cuatro solistas.

Después de hora y media ante una obra que impacta a quien la interpreta y a quien la escucha, ese silencio estuvo lleno de sonido,  porque todavía retumbaba el “día de la ira”, todavía temblábamos, todavía nos emocionábamos, todavía nos 
encogíamos. Así, con la respiración contenida y el corazón acelerado, ese gran silencio, mantenido por casi 2000 personas entre público y músicos, puso punto final al gran Requiem de Verdi, un silencio necesario para una obra tan densa y vibrante, que el público entendió y respetó, y que dio todavía más calor a los largos aplausos que siguieron.

Es un concierto que el Grupo Concertante Talía no olvidará, un escalón más en la trayectoria de la Orquesta Metropolitana de Madrid y el Coro Talía siempre bajo la batuta de Silvia Sanz Torre que, como suele hacer siempre que afronta un reto importante, dejó la partitura en el camerino, porque el Requiem ya estaba en su cabeza… y también en su corazón… y en toda su energía, compartida y sostenida por todos los que estaban en el escenario (200 personas entre coro, orquesta y solistas), que impregnó la atmósfera de la Sala Sinfónica y clavó al público en las butacas.

Coro Talía en el Auditorio Nacional

El réquiem que emerge del silencio

Era importante crear el climax adecuado también al comienzo pues el inicio de la obra es tan sutil que casi hay que forzar al oído para escuchar al coro la palabra “requiem” después de un motivo descendente de los violonchelos. La obra comienza y termina de la misma manera, en un susurro tembloroso. Y, entre el principio y el final, se suceden violentos contrastes que nos colocan al borde de abismos tenebrosos y desconocidos, que nos cortan la respiración o nos hacen sentirnos diminutos ante el gran misterio de la muerte.

Las indicaciones de Verdi van de “il piu piano possibile” del inicio al “con tutta forza”, pasando por “voce cupa e tristissima” (voz oscura y tristísima) marcado para el coro cuando responde a la mezzosoprano en Liber sriptus proferetur y otros muchos matices tan necesarios para un texto como el del requiem, especialmente en toda la secuencia del Dies irae, la parte más extensa de la obra, y del responsorio de absolución Libera me con el que termina.

Sin un coro y una orquesta que respondan a estos contrastes súbitos y esos recorridos del mayor piano posible al forte más intenso y viceversa no se puede hacer una obra como esta. Tras ese oscuro y tristísimo comienzo que nacía del silencio, el Coro Talía abordó el primero de esos grandes contrastes con el solemne himno a capella Te decet hymnus, compuesto en contrapunto al estilo antiguo, para regresar de nuevo al clímax del inicio de la obra y enlazar seguidamente con el kyrie que cantan solistas y coro de carácter más lírico y operístico.  

Al borde del abismo

Y entonces orquesta y coro nos lanzaron casi a las mismas puertas del infierno con la terrorífica primera sección del Dies irae, que se repite varias veces a lo largo de la obra interrumpiendo cualquier momento de calma como una terrible advertencia que no debemos olvidar. La entrada de las trompetas en Tuba mirum (Verdi añadió cuatro más a la orquesta para situarlas fuera del escenario que, en esta ocasión, se distribuyeron por parejas en cada uno de los anfiteatros laterales, por encima del público) nos recordó en un comienzo a la ópera Aida, pero el redoble del timbal y la entrada del coro nos sumió de nuevo en el terror (“La terrible trompeta sonará por la región de los sepulcros y reunirá a todos ante el trono”). Ese “todos” (omnes) termina en un corte seco de orquesta y coro seguido de un silencio sobrecogedor para pasar a la sección de bajo con Mors stupebit (La muerte se asombrará). El Coro Talía tuvo que abordar contrastes extremos también en Rex tremendae majestatis (Rey de tremenda majestad), con la temerosa respuesta de los tenores a la enérgica entrada de los bajos o el diferente carácter de los “salva me” cantados por los solistas y por el coro, unas veces exigente y otras suplicante. 

Otro momento clave para Talía fue el Sanctus destinado a doble coro (ocho voces), la parte más luminosa del Requiem, de carácter ligero y animado pero de gran dificultad de encaje para coro y orquesta; y otra prueba de fuego: la gran fuga coral del Libera me final.

Los solistas

Silvia Sanz y los solistas del Requiem de Verdi

Para la realización de una obra de este tipo es necesario un elenco de solistas que se adapte a las características de la escritura verdiana, tanto en lo que se refiere al ámbito en que se mueven cada una de las voces (con pasajes muy graves o muy agudos) como al carácter. Para ello se contó con las destacadas voces de Amparo Navarro (soprano), Belén Elvira  (mezzosoprano), Javier Agulló (tenor) y Francisco Santiago (bajo) que hubieron de abordar pasajes de gran exigencia vocal y carácter muy operístico.Pero sobrecogen especialmente las partes más declamadas: palabras entrecortadas como el escalofriante “mors” (muerte) pronunciado por el bajo (Francisco Santiago) tres veces seguidas, entre silencios, como si fuera a sucumbir;  o cuando la mezzo (Belén Elvira) declamó temerosa “nil inultum remanebit” (nada permanecerá impune); o cuando la soprano (Amparo Navarro, ya al final, en el Libera me,  expresa su dramático “tremens factus sum ego et timeo” (“me he convertido en su tembloroso y temo”).

La esencia de Verdi

La obra tiene mucho de Verdi como compositor de ópera. Basta pensar en el preciosísimo Ingemisco, prácticamente un aria, que interpretó el tenor Javier Agulló. Y también hay melodías conmovedoras como la que inicia la mezzo en Lacrimosa, a la que se van sumando las voces solistas y el coro hasta formar un complicado entramado orquestal y vocal, que lo llena todo sin abandonar la dulzura y que fue especialmente emocionante en el crescendo de “huic ergo parce Deus” (perdónalos, Dios mío).

Guiseppe Verdi

Son exigentes todas las partes destinadas a los solistas como el terceto Quid sum miser (Pobre de mí) de mezzo, soprano y tenor, en el que destaca desde la orquesta el doloroso motivo del fagot (Miguel García) que repite insistentemente a lo largo de todo el pasaje; el delicado Recordare interpretado por Amparo Navarro y Belén Elvira; Confutatis maledictis (Confundidos los malditos), lleno de contrastes y reservado a la voz del bajo (Francisco Santiago). Un carácter más íntimo nos brindó el cuarteto solista al completo en el Offertorio;
delicado e íntimo de nuevo, el dúo de soprano y mezzo en Agnus Dei con las respuestas del coro. Más oscuro es el terceto Lux aeterna (mezzo, tenor y bajo), en el que los fagotes, trombones y timbales acentuaron el ambiente mortuorio. Verdi destinó a la soprano y el coro la última parte de la obra con la sobrecogedora y desgarradora entrada de Amparo Navarro en Libera me y la sombría respuesta del coro.

Y silencio…

El final del concierto sirvió para iniciar esta crónica: “Era medianoche en el Auditorio Nacional cuando el Requiem de Verdi agotaba sus últimos compases…”. Y después, esos veinte segundos de silencio mantenidos por Silvia Sanz Torre. Todavía sentíamos en las entrañas el eco de los golpes del bombo, el lejano y sordo redoble de los timbales como tormenta que acecha, las premonitorias llamadas de los metales, el paso pausado de una marcha fúnebre, el fagot herido, el ritmo frenético y la tensión permanente de las cuerdas, las desesperadas voces del coro en el “dies irae” y la batuta de Silvia Sanz en cada súplica y en cada grito. Veinte segundos de silencio y después, respirar; y después, escuchar el primer bravo desde el público; y finalmente, sonreír: misión cumplida.